Recuerdo justo ahora cuando íbamos a casa del tío Carlos, siempre saliendo de la escuela los viernes; en las avenidas del monstruo las estampidas de los paquidermos en patineta circulaban de norte a sur y de oriente a poniente, arrasando a su paso todo lo que se encontraran; ciclistas, agentes de tránsito, hombres con portafolios, equilibristas, monjas, titiriteros, soldados, carteristas., a veces y en esos casos las luces rojas de los semáforos eran de carácter decorativo y nadie las respetaba. Hay que cuidarse de todo y de todos, no es una ciudad cualquiera, la ciudad con su enorme tapiz de innumerables torres de piza que bailan de un costado al otro, nos mostraba todos sus perfiles, los edificios empinados como mujeres cachondas se levantaban los vestidos y se podían ver el páncreas y las tripas asomarse por toda esa piel abierta sensual de hormigón que esconde eternos ciudadanos sumergidos en trincheras altas. Los traga fuego parados en sillas ambulantes, con detonadores de napalm en la punta de la lengua, se suspendían en las marcas de cebra para soplar lumbre de forma sincronizada simulando el inicio de la película Apocalipsis Now, mientras un espasmo de autos arrancaba mezclando el estacazo con el fuego, y se podía presenciar una cremación en vivo, en medio de un inquisitorial muro de llamas, y el virtuoso traga fuego sobrevive intacto a la cremación en un enorme truco de magia. Esa es la ciudad de México, un enorme truco de magia, el truco de magia más grande del mundo, y quizá uno de los más briosos del planeta, pues la ciudad se esconde, y siempre esconde, debería de llamarse la ciudad que esconde. Detrás de si hay otra ciudad que emerge de las huellas, en medio del Xochimilco, un lago donde los fantasmas del agua aún mueven con sus dedos los cimientos, ahí donde las pirámides apuntan a la luna acostadas en un sarcófago eterno, donde fueron tapadas por bastidores de regurgitación española hechos iglesias o palacios, por garras de tridáctilos que dejaron caer enormes cruces rellenas de bronce con cuadripléjicos cristos que escupen a diario agua vendita a granel a los cuatro oscuros puntos cardinales. Los neumáticos de camiones enormes, esconden más con su enorme peso la ciudad fosilizada milímetro a milímetro y segundo a segundo la hunden más y más. La segunda ciudad reina bajo kilómetros de tepetate y toneladas de concreto, quizá la verdadera ciudad de México solo asome sus entrañas y respire por los alcantarillados, transpire a través de los bronquios de la gente en una especie de conexión sensorial, una extensión de un cuerpo catatónico donde la ciudad en una continuación humana a nivel celular se reembolsa a sí misma. Así es, los bronquios de la gente son una amplificación rítmica de la garganta de una Tenochtitlan sumergida, los corazones se sumergen en el ritmo del tambor guerrero, los algoritmos en los muros dicen algo contundente, desde las cicatrices de grafiti que abundan hasta los laboriosos grabados en cantera en los palacios virreinales, un código vertebrado también nos circula y la gente camina por Álvaro Obregón o por Carranza o por Reforma y la ciudad respira a través de ellos, Quetzalcóatl se desenvuelve atómicamente por los órganos de su gente, medula a medula en la espina zigzaguea en abrazos cortos donde alcanza a rozar el tuétano sin alterarlo.
Todo pertenece aquí, somos carne adherida a un cosmos que nos cobija y nos amamanta, mosaico de poros que respira, y cada que acariciamos el recuerdo de Huitzilopochtli, un esperma se diluye en las entrañas de argamasa y fornica el ovulo eterno del templo mayor, y nace la muerte de un ciudadano, pero ya tres mexicanos retornan en los hospitales del seguro social al mismo tiempo, tres caballeros jaguar o tres esclavos o tres sacerdotes o tres parteras, los símbolos se retornan como la gente, en un ocho de ida y vuelta sin límite de combustible los cenzontles cíclicos perpendiculares se miran al espejo, e imagen y carne se saludan de frente, cruzan la puerta e intercambian de papeles, como un cambio y retorno paulatino de la gran serpiente célula a célula, casi como un desmantelamiento de una maquina en un robo hormiga de una fábrica durante años, para construir paulatinamente un tractor hidráulico que trabaje millones de siembras y alimente ejércitos humanos. Si se sube uno al metro a medio día puede cerciorarse de que Tenochtitlan aún está viva, las narices puntiagudas de los inactivos caballeros águila viajan en los andenes, y suben a los trenes subterraneos pero ya sin su armadura de plumas y algodón, pero con la roja fiereza encasillada en las pupilas, con inconsciente listo para mutilar y hacer desangrar. Más ahora la danza de la guerra tiene intrínseca los colores, y aun así sin los trajes ni la ornamentación se pueden ver los cabellos negro ocre, y la piel tostada violentamente, y los dientes asomados con carácter de asesino cruento. Como cuando el escribano anónimo miembro del escuadrón de Diego de Ordás más o menos dijo; Es magnífico verlos pelear con sus armaduras de algodón multicolores, pero sugiero que lo que realmente quiso decir fue: es una parvada de arrecifes luces, en una danza de plumas constelares. Así es, Me imagino que era un circo de luces chillantes que fulguraban por todos lados, como restos de luciérnagas de cuetes que se diseminan en la cabeza de una iglesia en una fiesta de pueblo, llenando de vida el cielo, un jardín de flores multicolores moviéndose de forma impresionista, como la piel de un lago en la luz de media tarde o viendo detrás de la ventanilla de un Cadillac mirando las gotas de lluvia derramarse en el cristal por la noche, una danza magnánima, auroras boreales de apellidos cosmogónicos que sueltan cataclismos moleculares en cada estallido de espadas y escudos de tela y jade.
Esa danza ahora se puede ver pero en la lucha diaria, los rostros son los mismos, los ojos son los mismo, la textura del cabello es la misma, solo que en otra indumentaria, las sonrisas de obsidiana azul al ver chorrear de sangre los arroyos y los valles ahora miran detrás de sus hermosos ojos negros el palpitar de noche bajo tierra, en los túneles que todo lo conectan, la epidermis y viseras acuáticas que reinaban las placentas ancestrales, donde se sembró Tenochtitlan hace ocho cientos años.
Al llegar bajábamos de la camioneta y nos encontrábamos una fila desordenada de fichas de dominó anaranjadas, un edificio tras otro partidos en dos literalmente, una escenografía al estilo multifamiliar del Chernóbil actual con la hierba muy crecida y los vidrios rotos, donde grandes torres de piza (como ya nombré antes) apuntan a todas direcciones, como plantas puestas por el azar entre adoquines buscando el sol que les da el verde. Al llegar al edificio donde vivía mi tío suspirabas de temor, primero había que subir al asesor donde de ante mano daba la sensación de que posiblemente no llegarías a ningún sitio, yo me sentía dentro de la caja negra de un avión estructurado por naipes, sentía que un simple suspiro haría caer la gran pieza de domino inicial y todos sin excepción alguna veríamos nuestros huesos triturarse poco antes de desintegrarnos como polvo, afuera del edificio recuerdo, habían unos enormes murales con mosaicos simulando la unión india que triunfaba sobre la ralea hispánica, cuando Diego Rivera contaminaba de comunismo todo lo que tocaba, también habían trenes porfiristas echando vapor hasta el techo del multifamiliar dándole a las ventanas altas un sentido de red escamar. Cruzábamos la puerta del ascensor., esa entrada de aluminio y vidrio, y nos introducíamos en esa geométrica máquina del tiempo como construida por Stanley Kubrick, una lata rectangular con escasos botones ya que algunos se habían liberado, al cerrar la puerta de acero la emulación sarcófaga nos retornaba a vidas anteriores, donde los anfitriones de un funeral anacrónico éramos nosotros. Algo en mi me decía que todo era un inducción lúdica, y que estábamos pisando ladrillo sobre ladrillo apilado uno con otro en el aire, y que la placa sísmica más certera del mundo estaba parada justo en nuestras sombras, y que bajo nuestros pies si se abriera la gran cremallera de asfalto caeríamos para volver jamás, iríamos directo al sindicato de agujeros negros.
Al terminar el viaje, el ascensor siempre nos dejaba un piso abajo o en el mejor de los casos un piso arriba, nunca entendí por qué era impreciso el viaje en la gran máquina del tiempo, entonces subíamos o bajábamos el último tramo de escaleras hasta llegar al piso de mis tíos, subir o bajar por esas gradas de granito destinaban al mismo punto, el piso novecientos sesenta y nueve, ni más ni menos que la edad en que murió Matusalén, número diabólico con giros en sus componentes para hacerlo bíblico. Pero en el último tramo es decir, un par de metros antes de llegar a nuestro destino que era la puerta de mis tíos, había una enorme grieta que había que saltar, pero no era una rendija que separaba el piso del granito en los últimos escalones, o una cuarteadura, no, era una grieta que dividía el edificio en dos partes, casi una calle dentro de un mapa de guerra, un corte longitudinal que diseccionaba la piel del tabique desde los cimientos, como si hubiera caminado la punta de un escarpelo sujeto por la mano emborrachada de un cirujano con media licencia, y dividiera en dos un pastel cuadriforme, la consigna era no mirar abajo al caminar porque se veían las tripas del edificio, y los intestinos saltaban como gallos desmarañados a la calle, de niño sentía en el rostro el viento de la altura en mi cara, ese mismo viento que deben sentir los suicidas antes del salto final, así que daba un escandaloso brinco al otro lado de la división, y con el paso de los años eso se fue convirtiendo en una experiencia totalmente natural.
Al cruzar la puerta de mi tío nos recibían sonriendo, y mi tía Rosario a mentadas de madre; Hijos de su pinche madre los he estado esperando con este puto vestido que me incomoda hasta los huevos. Una voz aguardentosa como la de un taladro hidráulico rompiendo hojas gruesas de acero surgido de un pequeño cuerpo que no rebasaba el metro con cuarenta centímetros., ¿no mames pinche Alberto pues quien chingados crees que soy Mafrgaret Teacher? gritaba sonriendo, con un vaso lleno de brandy barcardi solera con hielo en una mano y en la otra un cigarro Marlboro, usaba un vestido rojo con grandes botones dorados., cabrón tus hijos se mueren de hambre, pinche huevón inconsciente, volvía a gritar y volvía a reír con su enorme carcajada graznante que se te metía por los poros como un tatuaje, un embutido de ruidos selváticos que se arrojaban al viento de golpe, un deslave de piedras en las autopistas con acantilados de la costa de Australia, donde en cada golpe de olas un millón de toneladas de roca se derrumba, era mi tía Rosario, con su morrocotudo nombre de novia de torero, y su enorme lengua que cada que se asomaba decía una maldición o una mentada de madre, al pasar uno por uno mis hermanos eran asaltados con jalones de cachetes y cogidas de pelo, mi mamá siempre se quedaba atrás vigilándome pues siempre estaba perdido pensando en no-se-que cosas, creo que me fascinaba ese edificio, me encantaba pararme en la casa de mi tío Carlos ahora que lo pienso, donde siempre olía fuertemente a vino y a cigarro en un ambiente penetrante, aun hoy cuando me paro en enormes edificios para ir a alguna fiesta, al oler el fuerte olor a brandy o a cigarro no puedo evitar sentirme como en casa., pinche cesar no te quedes atrás hijo, esta ciudad está llena de roba chicos, anda cruza la puerta guey, ciérrala hijo, mira nada más cada vez te veo más pinche alto, tu si vas a crecer no como tus pinches primos que están creciendo pa’ todos lados menos pa’ donde se debe, mira a Fabiola, ya ni cabe en la silla de tan pinche gorda, anda; ¡largo de aquí! vete a donde sea, ¿trajeron cocas? ¿no? No hay pedo ahorita mando al guevón de Gustavo o al inútil de tu tío, anda vete de aquí hijo, ve a jugar con tus primos. Me gustaban las manos de mi tía y me gustaba cuando tocaba mi cara con sus palmas llenas de cigarro, se inclinaba muy poco para darme besos en la mejilla y después me corría a mentadas de madre para que dejara solos a los adultos, mi tía Rosario era una tía única, me encantaba escucharla hablar del gobierno, toda su pasión estaba encolerizando sus entrañas y tengo la impresión, de que apenas veía unos oídos más o menos diligentes y soltaba toda su chorrada, hablaba sin ningún sentido llenando de palabrotas cada enunciado, saltando de un tema a otro anárquicamente, regañando a todo mundo, y es verdad que no sabía un carajo y era tremendamente estúpida, pero no necesitaba saber mucho, lo que decía para mí era significativísimo, mis demás tíos, los hermanos de mi mamá eran unos aburridos matarifes de oficina cortados por la misma tijera de miles de millones de mexicanos comunes y corrientes, peces ornamentales de localidad que flotan en manada, pero la tía rosario era en verdad un espécimen raro de pez reptil que habita en el fondo de una pecera colocada en la superficie de un satélite espacial de guerra. Había ido a Europa alguna vez y ningún París me pareció tan maravilloso como el que ella describía hasta que leí a Henry Miller, ni siquiera cuando pisé París personalmente tuve las sensaciones que de niño viví al escucharla describirla., cualquier idiota que pisaba Francia hablaba del arco del triunfo y de la torre Eiffel, pero mi tía hablaba del taxista árabe gritón, de las prostitutas en los callejones, del tipo de pan que vendían con queso en los cafés. De niño descubrí Europa a través de los ojos de la tía Rosario. Se levantaba a las doce del día, y como podía hacía la limpieza en el pequeño departamento, para después volver a la cama, lo que nunca dejaba de hacer era mentar madres, mentaba la madre como nadie, y con esa soltura de las palabras que en cada pausa se estremecía un placer como el que solo me han hecho vibrar algunos recitadores de poesía, o cantantes antiguos de folk americano, o como algunos juglares del Pont Neuf en películas de cine francés en blanco y negro; las groserías las decía tan deliciosamente que se antojaba pronunciarlas de vez en cuando, en silencio o a murmullos, porque en mi casa estaba prohibido decir malas palabras, el lenguaje era inmaculado, y existía un pena inquisitorial por nombrar alguna que otra palabrota, por eso quise tanto a la tía Rosario, por eso el escucharla era un agasajo enriquecedor, todo un concierto de abejas alteradas.
Probablemente fue por eso que años después consideré que el lenguaje debía ser violado y despedazado de manera formal, que cualquier tipo de anexo o invención fonética debía ser respetado, incluso cada ser humano debía proponer nuevas palabras a un pequeño juzgado formado por poetas, malabaristas y magos, para incluir diariamente nuevas que dieran sonido a las ya citadas que carecen de melodía constructiva, y mi tía creaba no su propio vocabulario pero con intriga observaba que cada día sus frases eran más y más creativas, a pesar de lo tremendamente coloquial de su fonética, y de su forma de enunciar cualquier palabra, porque cada grosería la decía con tanta dulzura: Mireya chingao pon la mesa, pinche Angélica ve con Fabiola que esta insoportable y tráiganme unos cigarros, Alberto chingao; ve a donde sea que habrá platica de adultos, Así les hablaba a mis hermanos.
Y de entre los eternos muebles Luis XV surgía Fabiola, como un gato gordo surgido de la maleza vociferando alguna canción de moda en su atuendo verde entallado, agitando las tetas de un lugar a otro brincaba de aquí para allá cantando; no controles mis vestidos, hasta poco a poco colgarse del cuello de mi papá, no controles mis vestidos y hacia un sonido de flatulencia con la boca, no controles mis sentidos y pisaba a mi tía Rosario: hija de tu puta madre te voy a dar un madrazo si no te quedas quieta, mira que pinches huevos tan azules, y ella hacia la que no escuchaba nada, luego se levantaba e iba de aquí para allá. También Fabiola aportaba discursos a la conversación, levantaba la voz tan fuerte que solo así se podía superar el bramido de mi tía Rosario, Fabiola mi prima estaba completamente loca, diez años después resultó embarazada de un vecino, no tenía un control ni siquiera especulativo de los sucesos ni de sus consecuencias, simplemente vivía al día dentro de un palacio interno donde reinaban reyes estúpidos y duendes eunucos, pero igual la quería mucho, estaba siempre corriendo por todos lados, picándole las costillas a mis hermanos, me gustaba verla jugar a las muñecas por que se inventaba personajes femeniles totalmente oligofrénicos, una vez recuerdo, tenía una Barbie sin una pierna y la saco a jugar con las impecables muñecas de mis hermanas, se había inventado una historia fantástica para su muñeca sin una pierna, inventó que tenía hermosas piernas largas hasta que un día pasó por un taller donde soldaban y trabajaban con metal. Cuando caminó por afuera; los hombres salieron a asomarse y le gritaron cualquier cantidad de vulgaridades, así que ella regresó y enfrentó con vehemencia y bravura a cada uno de ellos: a uno le arranque los brazos y a otros dos los colgué de una soga a la altura de un foco, en el enfrentamiento perdí una pierna, y no me fui sin antes quitar todos esos posters de mujeres desnudas. Menudo feminismo el de mi prima. Después tiraba su muñeca, salía corriendo y se levantaba la falda para mostrarles los calzones a mis otros primos, haciendo un chillido de tucán y gesticulando, como si bailara una serie de ruidos africanos tirándose después de los pelos y saliendo por la entrada principal azotando la puerta. Me gustaba esa casa, posiblemente Antonin Artaud hubiera creado ahí mismo el teatro de la crueldad, o viviéramos dentro de un filme de Federico Fellini, pero más bien era como estar dentro de algún cuadro de Aída Carballo o quizá de Leonora Carrington, como dentro de una masa multiforme y cambiante que genera olas de una magma plastilina, y se eleva por varios metros y al caer ahoga la pisadas de la personas reinventando el escenario, en cada movimiento uno debe de acordar un paso sobre otro sabiendo que lo impertinente y lo inesperado te espera en el más mínimo meneo de los ojos o en el movimiento más insignificante de un pelo rebelde en las pestañas. No importa una opinión rustica o completamente apropiada, enseguida se deforma para convertirse en un torrente de masa negra-rosada, que succiona cuanto dijiste y lo regresa al mundo en forma de una flema gigante, y la música en escena era un eco demencial donde mi tía rosario hace temblar el edificio (la gran torre de piza) de un lado al otro, y después del eco viene su verdadero grito, como cuando se manda a un pueblo de reservas a pelear una guerra y los soldados esperan, así mi tía reservaba hasta el final el último grito desproporcionado y patibulente para asfixiar con la soga sus gritos la poca vida que quedaba en la jaula de unos pájaros inocentes.
Después aparecía en escena mi primo Gustavo, un jifero pre adolecente que siempre sonreía con una especie de mueca fúnebre, siempre se quejaba de todo pero siempre reía, su sentido del humor era fino y elaborado, tenía una enorme colección de juguetes star wars y siempre los sacábamos para jugar, el problema de él es que siempre respetaba religiosamente las normas de la mitología de las guerras de las galaxias, por ejemplo si yo tomaba un Crab Droid y jugaba a que era una araña gigante que caminaba en el techo, él siempre se molestaba y empezaba a hablar de las Guerras Clon y toda esa estúpida mitología, sus reglas me parecían tan elaboradas y difíciles que finalmente optaba por seguir sus indicaciones, al final del juego cerrábamos la puerta y ojeábamos revistas pornográficas que escondía bajo la cama. En esencia podría decirse que Gustavo era un niño normal de la época, pero lo que más me agradaba de él era su manera simple de ver las cosas, salía de su cuarto y callaba a todos con un chiste intelectual de lo más inapropiado doblando a todos de la risa, un chico inteligente y dinamico, sin duda alguna representó mi primo favorito, a veces salíamos a la calle y me apuntaba con el dedo a una niña que le gustaba, una chica que trabajaba en unos helados a la vuelta dentro del barrio, no era una niña muy hermosa pero su cabello largo nos apantallaba tremendamente, llegaba un cliente o hasta nosotros mismos pedíamos un cono y ella se reclinaba para tomar con la pala de acero las bolas de helado, y dejaba suspendido todo ese cabello largo que nos impresionaba, después levantaba su cara y sonreía con ese rostro trigueño.
Y entre toda esta convulsión de ideas ahora brota la imagen de mi tío Carlos. Mi tío hablaba con serios temblores parpadeantes, era de esos hombres nerviosos que gritan para opacar la tartamudez, y daba la impresión de que todo lo sabía, la pasión al hablar era la misma en toda la casa pero mi tío representaba el discurso más o menos coherente, aunque saltaba de un tema a otro con demasiada facilidad igual que todos, en un momento hablaba de futbol y de inmediato rompía el tema con un discurso acerca de las líneas aéreas mexicanas, el metro de la ciudad, la policía, el encintado de los zapatos, los naufragios en el puerto de Tecolutla, los caminos que arruinan los amortiguadores del pedregal de san ángel , todo en un hilo, todo en una tarabilla súper dotada en una sola conversación, sin puntos que aparten palabras con otras, escucharlo era un alud lenguaraz como al leer a Ernesto Sabatos, pero mi tío escribía su discurso en el aire. Destornillaba a mi tía con un argumento más o menos responsable pero en el fondo el dialogo era increíblemente sonoro, por que los dos gritaban a todo esplendor tratando de aplastar al otro con la trompeta desafinada, y el otro a su vez respondía con tambores; viéndolo de forma más concreta es el típico y sombrío discurso de hombre capitalino, que trabaja y habla de impuestos y de temas diversos pero con una sabiduría masticable.
De inmediato el ruido es penetrante, y todos hablan en un continuo parloteo de selva, los ruidos son tan variados que enseguida se perciben los micos o los felinos, poderosos ruidos harapientos que se arrastran como reptiles en un camino de latas viejas, una orquesta de graznidos y timbales como el ascenso de un aeroplano, ahí entendí el verdadero sentido del sonido en su pura esencia, la melodía del ruido o la figura de la música donde no existe, porque no recuerdo el tocadiscos funcionando en esas reuniones, solo un coro de grillos industriales desafinados.
Aun hoy puedo dormir, a pesar de un descomunal ruido de punzones batiendo un trozo de cantera para fabricar mesas de billar echas de estalactita, los camiones urbanos rodando en las calles céntricas y las avenidas centrales donde los conductores rechinan su música de musgo estridente me parecen confortantes para la lectura, he escrito poemas en avalanchas de maquinaria dislocada funcionando, siempre y cuando me permita el exterior permanecer inmóvil, situarme en el momento exacto de la foto encapsulada, en un asiento donde pueda ordenar un par de palabras y estirarlas como chicle hasta hacer una composición o un verso preliminar o único. Justo en casa de mi tía Rosario comprendí; como el ruido nunca se desgaja en su totalidad, porque hasta de las montañas de basura nace vida orgánica y respira y siente, en su solo de chocar rocas que gritan hay espacio para estar solo, y en el eventual caso de tener que ordenar las ideas, renunciar a la humanidad y simplemente arrojarse al viento como un suicida, extender las alas y besar el concreto con todos los dientes. A pesar de ser un hombre que admira el silencio con todos los sentidos, también se coordinarme con el caos y alinear con mis propias manos mí signo zodiacal hasta darme un baño de espuma nuclear.
Mi tío Carlos era un sujeto verdaderamente ruidoso, su propia gesticulación ya generaba zumbidos, todo lo decía con su gran grito perpendicular que se expandía en el aire como fuegos artificiales, y cada tema que tocaba tenía una importancia fundamental en la historia de la humanidad desde mis ojos, daba un sentimiento de intriga desquiciada cuando soltaba sus gritos pausados en espasmos lentos, como si estuviera escogiendo las palabras más intensas sobre la tierra para desarmarla en la conversación y mirar silaba a silaba como un relojero que mira piezas diminutas con grandes lupas de escritorio, apretaba los ojos y la cara y disparaba gritando; Todos se visten horrible, el mundo ha perdido la clase, en mis tiempos salíamos con corbata y zapatos religiosamente limpios., naturalmente mi tía Rosario se desesperaba y lo interrumpía de tajo; En tus tiempos cabrón hijo de la chingada, aun gobernaba Porfirio Díaz o peor aún, los pinches aztecas., y soltaba una de sus carcajadas rechinantes que hacían vibrar el edificio, y yo también reía aunque no sabía quién era o había sido Porfirio Díaz.
La puerta del departamento siempre estaba abierta, y entraban y salían vecinos igual o incluso más fantásticos que los habitantes del departamento del piso novecientos sesenta y nueve, yo veía circular hombres sin un brazo, sacerdotes brahmanes montados en camellos sedientos, manadas de buitres marchando con las alas abiertas como si fuesen a abrazar algo moribundo, sultanes, mafiosos, cantantes de una sola nota, tahúres expertos, ex presidiarios, proxenetas, dictadores derrocados. Por ejemplo llegaban siempre sin tocar una niña de nombre María quien había crecido con la complexión de un caballo árabe y dientes puntiagudos salientes, cuando entraba alzaba sus enormes manos para saludar y sacudía una espantosa cabellera sedosa que se desparramaba para todos lados, y su hermano, un pequeño niño que no media más de una llanta de bicicleta y vestía siempre con chalecos de sastre, reía como un chacal en horas festivas, obviamente mi tía rosario gritaba desde donde se encontrara, levantando su mano derecha manchada sempiternamente de tabaco: Esta puta casa está llena de fenómenos. Recuerdo también a un hombre de nombre Wilfrido, que tenía una enorme cicatriz en la mano y en un costado de la cabeza, jugaba a las cartas como ningún otro, contaba un día que en una ocasión en un juego de cartas en Texas, al ganarle una mano millonaria a su rival; un rico petrolero mitad indio y mitad inglés sacó un enorme revolver y le disparó al rostro por la frustración, el enseguida según dijo, logró detener el balazo con la mano y echarla al bolsillo, naturalmente la bala atravesó su mano incrustándose en el rostro, pero aún estaba vivo y jugaba cartas con la genialidad de un científico artista, años después de ese incidente, vagó por las costas del golfo de México trabajando en grandes buques de petróleo, decía haber sido rico dos veces y en dos veces perdió todo cuanto tenía. En el piso de abajo una mujer cubana huyó en una balsa de la Cuba de Fidel, sorteando las balas de los soldados en la playa y los francotiradores del malecón de la Isla hasta llegar a Quintana Roo, después de prostituirse por varias semanas se unió a la guerrilla de Lucio Cabañas en los años setentas en Guerrero, ahora daba clases de francés y preparaba una tesis en la maestría acerca de Nicolás Guillen. Había otro sujeto, un anciano que en pisos más abajo acumulaba basura desde hace veinte años, juraba nunca haber tirado un solo cascaron abierto de huevo, por supuesto no salía de su casa más que de vez en cuando a visitar a mi tía, su olor era como a metal sumergido en acido, en las pocas ocasiones que lo vi tenia siempre un viejo saco de cilindrero y un bombín descolorido. Protección civil había dicho que su acumulación era tal que el edificio podría tener a mediano plazo daño estructural, el tipo tenía memoria fotográfica, podía recordar cualquier día y año y hablar de lo que estuviera haciendo en aquel momento, años después supe que la acumulación de basura le genero tal cantidad de ratas que un día lo atacaron sin piedad devorándole el rostro, días después el olor era tan espantoso que un grupo de policías tuvieron que irrumpir en el apartamento y enfrentarse a tiros a un grupo infernal de ratas gigantes, al terminar la batalla encontraron al anciano sin rostro encima de una enorme pila de periódicos, ese suceso fue muy sonado y hasta apareció en la revista alarma de esa semana con el rostro putrefacto asomándose entre los cubos de basura. A un costado de la casa de mi tía estaba un departamento abandonado de una pareja de hombres homosexuales, según contaba mi tía llegaron un día y compraron el departamento de un solo tajo, vivieron ahí muy tranquilos llevándola bien con todos los vecinos y tomando el café con mi tía de vez en cuando, vestían como el típico gringo de mediados de los noventa que deambula por Acapulco con bermudas café caqui y camisas floreadas, de un día para otro desaparecieron, la interpol los buscaba por tráfico de varones jóvenes de entre diez y seis y diez y ocho años, al parecer salían por las noches a reclutar jóvenes mexicanos bien parecidos, los conocían en los bares de la condesa y la zona rosa, los llevaban a un hotel ofreciéndoles grandes cantidades de dinero, después de tirárselos toda la noche la pareja los drogaba y por arte de magia aparecían amordazados y escondidos en un buque carguero de Veracruz con dirección a Inglaterra, donde se vendían a ricos amanerados como mercancía exótica, supimos por buena fuente que la interpol los había agarrado y ahora tragan cárcel en Almoloya, por supuesto mis tíos se quedaron con copia de la llave del departamento, hasta estaban pensando hacer una ampliación que conectara ambas cocinas. Mi tía Rosario los llamaba a todos; fenómenos, y ahora comprendo que de alguna forma nosotros también lo éramos, porque ¿quién se da cuenta de que es un ciudadano si no es en precisos momentos de inclusión, como una cuestión electoral, el derrocamiento de un dictador, el triunfo en una guerra o un juego de la selección mexicana de futbol? solo hasta esos momentos estúpidamente cívicos uno reacciona como un ciudadano de origen, y se siente orgulloso o decepcionado según sea el clima del desenlace, quizá fuésemos fenómenos peores, quizá ellos mismos se arrodillaban ante nuestra alma horadada y biósfera bruta, quizá fuésemos hechos para extender las alas si un peligroso sismo arrebatara todo cuanto espacio pueda ocupar para pararnos como gárgolas en la cimas de los postes de luz que quedan en pie, y observar como la ciudad agoniza para después buscar días después cadáveres semi descompuestos y tragarlos sonrientes como hienas con alas. Muchos años después en una entrevista se me preguntó el por qué escribía, y lo primero que se me vino a la mente fue el enorme capital surrealista que se vivía en ese sitio por llamarlo de alguna forma, surrealismo es una etiqueta aburrida, una acotación de idiotas, más bien yo diría la maravillosa acumulación de radios esquizofrénicos echa orquesta silvestre entonando en un cine abandonado. La maraña de arcoíris que abraza con sus espinas homosexuales la cara, un maravilloso tapiz de circo de oligofrénicos sueltos a kilómetros a la redonda.