Piso veinte

Piso veinte

Tarde caliente. Las voces de los transeúntes son como los gemidos de los micos en la selva, silbatos desafinados que entonan al unísono la última palabra de la canción del medio día. Los calores abstractos de las bocas de las personas; sus alientos que emergen de un solo apéndice hasta pensarse en la boca de millones. En Siberia no hay simios, el hombre negro tuvo que cruzar el mundo para volver a verlos en América. Los primeros hombres africanos caminaron miles de kilómetros durante milenios sólo para reencontrarse con la selva, como los bebés que transitan toda una vida para mirarse de viejos en la discapacidad nuevamente.

Anoche un hombre me miraba a los ojos en el bar, al otro extremo de la cantina, un ojo de un color y otro de otro, heterocromía. Semejante a dos miradas, semejante a lo pispireto de los lobos antes de arrancarte la cara. Los lobos son animales impredecibles, nada que ver con los perros de ahora. Mi mente continua en Siberia, voy pensando en las estampidas de búfalos, en la potencia de sus pisadas, luego miro la manada de gente fluctuar como olas pequeñas de rio.

Llego al edificio, cruzo los trajes sin nombre que llevan una soga atada al cuello como corbata, detengo la mirada en anteojos, en pestañas postizas, en cejas tatuadas en salones de belleza, ningunos ojos francos, ninguna mirada de colores, todo es blanco y negro en los horarios laborales.

De joven trabajaba en un tienda de ropa, en el sótano había un almacén repleto de maniquíes, algunos pasados de moda, otros mutilados, uno que otro con la cara destrozada, y es que un maniquí al irse de frente no coloca las manos como los niños al caer de la bicicleta. Los maniquíes tienen una mirada fantasmal, no pueden evitar la heterocromia aunque sus ojos tengan un color exacto, tienen la mirada vacía de un esqueleto, pero al observarlos da la impresión de que hay algo increíblemente vivo dentro de ellos… Su cadáver.

Sigo caminando, los trajes se rozan, los vestidos de las mujeres se calzan perfectamente como madera de ataúdes, al fondo el ascensor se abre. Cruzo la puerta de metal y despego. Algunos hombres orientales miran sus relojes y balbucean el lenguaje de las maquinas, algo inentendible. Una vez soñé que viajaba en un tren subterráneo japonés y una señora me hablaba de frente, al principio no entendía nada en lo absoluto pero de pronto mi japonés fluía… ¡ah claro! … para aprender japonés solo es cuestión de poner la mente clara y escuchar como lo hacen los árboles. En Japón si hay simios, son los monos de la nieve o macacos japoneses.

Piso cinco bajan dos, piso siete otros dos y piso diez otro último. Al cerrar la puerta noto la presencia de un vestido verde portando una mujer de suvenir. Quizá un trozo de bosque que metida entre sus entrañas la desfila. Quedamos por un instante de frente. Por instinto bajo los ojos hacia sus pechos, los relaciono con la mirada del bar de la noche anterior, no hay heterocromía en las pupilas de los pechos, ella cierra su pequeño saco, se incomoda, me disculpo, hace una mueca y mira hacia el techo en un afán resignatario. Luego sonríe, yo me sonrojo, quisiera decirle algo: Quizá que en ese momento mis instintos Siberianos se han acentuado. Que la pulsión de mis manos quiere empalmarla de caricias. Que su perfume me traspasa como el viento fuerte a las ramas de los pinos en los bosques. Que quizá los ojos de colores del hombre de anoche representan dos mujeres atrapadas según las tribus rusas, que quizá ella sea una o posiblemente ambas. Que mi pequeño corazón es un estrecho de Bering que quiere crear un puente hasta ella, una ruta hasta los kilómetros cuadrados de su piel espesa, de sus poros fecundantes, de esa boca abierta y activa como muchos de los volcanes del continente americano. Decirle que soy un negro que partió con los primeros hombres, que atravesó la ruta de la seda con la simple naturaleza de erigir moais en la isla de pascua, cabezas olmecas en Tabasco, ciudades lacustres, figuras de insectos tapisando kilómetros de desierto boliviano. Poblarme en ella tantas generaciones hasta forzar aparecer los ojos de colores, la mirada de los lobos en los bagualeros argentinos. Llegar mucho antes de Magallanes a su estrecho, a su falla geológica, a la rajada que se inunda para poder ahogarme en ella.

Piso veinte, se abre la puerta, escucho el semblante de un trepidar respiratorio saliendo de su cuerpo, como el de una loba dudando en atacar o no. Sus tacones se adelantan, caminan por ella, su pelo quiere quedarse, su pelo es un péndulo que ya ha determinado el destino en su oscilar. El ruido de los tacones se aleja, las puertas de acero se cierran, ha muerto un continente, han muerto países enteros, culturas, también lo que no ha sido tiene historia. Como en mi sueño el idioma japonés no se quedó en mi boca pero si el lenguaje de su cuerpo, después de todo quizá los sueños no sean tan erróneos, los ojos del bar, Siberia, los micos. Soy una especie que se extingue. Un lobo domesticado que persigue su sombra en los ejercicios de cacería, y que al tropezar nunca ha colocado las manos como los maniquíes.

El reverso del espejo

El reverso del espejo

imagen tomada prestada de http://www.aminoapps.com

deslumbrado pájaros amarillos
volver a la memoria con la voz
del eco pienso dibujos que me lenguajean

siempre reniego verde
la elíptica forma de mi
corazón trepidante

Escribo la ceguera derramada
tus ojos del color del parto
mi llanto granizado como
un bosque que se aparea

El reverso del espejo
árbol enervado que llora
la lluvia acida de las placentas

donde naufragó la isla
el cuerpo de esta botella
viene sollozo a llamar
a las sombras por su nombre

la música en la huella que dejaste
pasa de cuerpo a recordarme
siempre que sus jardines lloran

las alas de tus colmillos
palabras, deseos de sinfonía
que se abren al viento mortuorio
de una escalera rota

como un teatro para locos
en la distancia de un perro silbando
carne me advierte que calzo mi angustia

mi respiración sueña una mañana
el desfile de paredes de carne y bronce

a un año del minuto
la arena del reloj me
cierra los ojos, hasta
desconocer al rehén
que llevas como ausencia