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Llevo dos noches sin poder conciliar el sueño. Dos noches en que mi cerebro es sencillamente un sinfín de telones que abren y cierran mostrando una idea tras otra como una mano interminable de cartas. Lo curioso es que nunca he batallado para dormir, sencillamente sin mucho esmero me tiro a la cama y cierro los ojos para mirar el abismo, me pierdo, logro mitigar las voces de mi cabeza ignorando también las de la calle, le apago la luz a las imágenes y a los actores que trabajan en mi mente, me desconcentro para imitar a los muertos; pienso que es el más grande logro de los emprendedores del sueño, desconectar la mente como lo haría un artista en una lluvia de ideas, abandonarse a la nada y ser un clavadista de la roqueta por los aires, pero no he podido. Cumplí cuarenta y ocho horas con la concentración de un ajedrecista. No he de mentir, he considerado varios de los procesos tradicionales para conciliar el sueño. He contado ovejas con una precisión científica, tan es así que cuando llego a la oveja digamos trecientos, el redil está a tope y tengo que mandar a hombrecillos a construir otro encierro. Anoche llegue al extremo de enviar a un negociador para adquirir el terreno conjunto y meter ahí a más ovejas.

Ayer de repente por la tarde, de golpe, en mi sitio de trabajo el sueño se me entregó como en el sencillo trance de un perro, estaba sentado en mi escritorio cuando perdí relación con el mundo, cayó mi cabeza sobre mi hombro y mis manos descansaron sobre mis piernas. Pero nunca pude deducir el momento preciso en el cual caí rendido. ¿Fue en el transcurso exacto en que mandé imprimir un documento? ¿A las 11.25? ¿A las 11:26? Sería interesante lograr descubrir el momento exacto en el cual uno se pierde, se va, dormir podría ser un ensayo de la muerte. Quizá uno nunca sabe cuándo precisamente deja de existir. La falta de memoria de todo recuerdo del nacimiento quizá esté relacionada con la laguna mental de morir. ¿Después de todo quien necesita recordar su muerte?