Llegué en el mes de agosto que fingía como un febrero mordido,
un miércoles de ceniza si mal no recuerdo,
por el exceso de tierra en la frente de los niños de sonrisas lloronas
que con el sudor se dibujaban asimétricas cruces fijadas con sal de angustia y carnaza.
Una nube inmensa de polvo nos escupía a los ojos de frente,
la tormenta de arena cargaba rocas de obsequio en la bienvenida
se escuchaban los vidrios baratos craquearse hasta volverse armas de viento
y sentarse en el piso hasta esperar reventar neumáticos
y los niños corrían descalzos de nombres con anglicismos arrebatados
de las manos de un televisor a crédito imperecedero, gringadas prominentes anopaladas;
Guiliam, Quendor, Arnold, Yumanlli, Elanor, Brallan,
niños violentos que salían al monte a pelear unos con otros a puñetazos
hasta verse sangrar y volver con las tópicas manchas blancas del hambre
que detonan el algoritmo de la enfermedad medianamente enjarrar un rostro con lunares
de expansiva agonía de esa espesa, y el miedo de volver a la puerta de sus casas
donde la madre los recibe con un estertóreo grito que momentos antes
dormía dentro de su carne descompuesta y cuantiosa,
mujeres monstruosas que cagan de pie y reciclan en un banco de coca cola
las moscas nucleares que atraen en el hedor,
recibe al niño con un golpe seco en la nuca
que con un eco plegadizo llega hasta los pies de mi ventana
seguido del graznido de un lloriqueo acumulativo
segundos después se escucha otro, e inmediatamente otro
y luego otro en otro lugar y así hasta el final de nuestros días